lunes, 23 de marzo de 2020

Hambre por contagio

¿Cuántas no tendremos más remedio que firmar una ERTE de mierda, para tener un paro de mierda, en base a un contrato de mierda? ¿Cuántas usaremos parte de ese humillante consuelo para enviarlo de vuelta a casa, donde la pandemia apenas se asoma?

Me quedé en casa, como anuncian con orgullo y cierto romanticismo privilegiado, centenares de personas en las redes. Fue precisamente ahí, donde al tercer día de confinamiento, me alcanzó el escenario inminente y me quedé sin chamba. 

No pasa nada, he acumulado imposibles a lo largo de mi vida, cargo siempre una piedra en el bolsillo trasero que no me deja ponerme demasiado cómoda, traumas de un cuerpo migrante. Así que aquí estoy, desempleada en medio de una pandemia, sin plan b y sin posibilidad de calle. La calle que es donde se encuentran los abrazos solidarios, las soluciones y el sol que de momento sigue siendo gratis.

Esta mañana he ido a tirar la basura y pude intuir que no estoy sola navegando esta angustia, bendita sea la calle y su acompañamiento tácito. La verdadera pandemia es económica, lo verdaderamente contagioso es la precariedad y hace rato que mostramos síntomas. Somos las de abajo las que inauguramos riesgos, servimos de conejillos de india, la estadística que asusta. De nuestras realidades se fabrican las vacunas que no llegan a tiempo para salvarnos pero que servirán para inmunizar a los otros, los de un poquito más arriba.

Somos las que quedan siempre del otro lado del embudo, el desechable. ¿Cuántas de nosotras, cerraremos este mes con un papelito de consuelo? ¿Cuántas no tendremos más remedio que firmar una ERTE de mierda, para tener un paro de mierda, en base a un contrato de mierda? ¿Cuántas usaremos parte de ese humillante consuelo para enviarlo de vuelta a casa, donde la pandemia apenas se asoma? ¿Cuántas de nosotras necesitan, hoy más que nunca, las redes que se tejen en las aceras y en las puertas de los bares? ¿Cuántas están hartas de los hashtags y los challenges con los que matan tiempo, los que tienen tiempo? Para las precarias, el miedo a la muerte no existe, flirteamos con ella a menudo, cuando soñamos con escapar de esta ruedita pendeja llamada capitalismo. Para las precarias el miedo viene con recibo y te deja la cuenta en cero a fin de mes. Para las precarias, el terror se traduce en una tarjeta denegada y un numerito en el SEPE. 

Las precarias no tenemos Netflix, no podemos hacer la compra para dos semanas y sobre todo no podemos sentarnos para “esperar a ver qué pasa”. No hay mascarilla, guantes ni gel higienizante que nos pague la renta y nos calme las ansias. Para las precarias, el encierro es la verdadera sentencia de muerte porque en este país la burocracia le lleva ventaja de sobra al coronavirus, cuando de víctimas se trata.

Me enteré de que tendría que hacer malabares para pagar la renta unos minutos después de enviarle algo de dinero a mi padre porque esta cuarentena que compartimos transoceánicamente, a él le pilla a sus sesenta, en un país sin agua, con ochenta y cuatro camas de cuidados intensivos en todo el territorio y con la hiperinflación más salvaje del continente americano. Agradezco no haberme enterado antes, poder darle ese ultimo gesto de respaldo con la confianza de quien tiene un ingreso fijo.

Luego de dejarme un rato a la impotencia y al vértigo (porque es válido y absolutamente necesario) dejé que la rabia hiciera lo suyo, esa rabia que siempre ha resultado una aliada. Ya tenía los ojos afilados y el engranaje girando, cuando recordé que el próximo paso era la calle y que la calle ahora estaba prohibida. 
He estado largo rato con esa rabia haciéndose bilis, desaprovechada en un scroll compulsivo, hasta que comenzaron a llenárseme las notificaciones de lecturas recomendadas, asociaciones vecinales, sindicatos, peña organizada alrededor de la tragedia común y la rabia se hizo resolución.

Me niego a que el Estado me administre los miedos, me niego a que el estado decida por donde puede moverse mi angustia. Me niego a cambiarle mi derecho a la calle por doscientos euros al mes y una palmadita en el hombro. Me niego a ser el anticuerpo para una “sociedad más fuerte”.

Morir de mengüa no está en mi planes porque yo no migré para ver cómo la vida me pasa por encima. No puedo darme el lujo de “ser responsable” por aquellos que no se han hecho ni se harán nunca responsables de mí. ¿O ahora debemos asumir nosotros la responsabilidad del colapso del sistema sanitario en España? Sabemos muy bien a qué se debe esa fragilidad.

La batalla que se asoma en el horizonte es el derecho a buscarse la vida. ¡Basta ya de este confinamiento sin soluciones! Cuando lo que deberíamos estar fomentando es el civismo colectivo y no este encierro individualista. Cuando en lugar de convertirnos en policías de nuestros vecinos, lo que deberíamos hacer es estar más vigilantes que nunca de las políticas estatales que se están generando.

Nos exigen un papel que justifique nuestros movimientos, cuando deberíamos exigirles a ellos los kits de pruebas que nos eximan del riesgo o nos permitan agenciarlo. En palabras de María Galindo, repensemos el contagio. Sucede que mi miedo yo lo conozco muy bien y no es al contagio sino al hambre.

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